jueves, mayo 16, 2013

Sonreír

Huellas rojas y raspones. Ni tenía 5 años cuando aprendí a andar en bicicleta. Usaba la de mi viejo, una bici inglesa verde, tenía que sacar medio cuerpo por debajo del caño porque no podía pedalear sentado en el asiento. Escena rara, medio contorsionado andando por calles de arena de Barrio Gottling. Perder el equilibrio. Frenar con los pies. 
Me caí mil veces, me raspaba, me pasaba saliva por la herida, miraba la arena, siempre una huella roja. Me levantaba y seguía. Para adelante. Sin pensar en las huellas rojas. Ya me había raspado. Crecí (crecí?), me raspó mil veces la vida. Frenar hasta con los dientes. 
Por una razón que trato de comprender, cada vez que pierdo el equilibrio y me raspo,  el que siempre se raspa ese chico a quien, aunque le arda y deje huellas rojas, se levanta y sigue pedaleando. Sigo pedaleando, dejando huellas rojas. 
Paradójicamente, no me arde, le arde al nene que me acompaña, lo abrazo y seguimos pedaleando. Para adelante. Dejando atrás huellas rojas. Las miro y sonrío. Como un chico.